Fassbinder, uno de los nuestros



Fuente: Miguel Ayanz (larazon.es)
Tres épocas confluyen en El café. Viajemos primero a 1750. Estamos en Venecia, donde Carlo Goldoni (1707-1793) está a punto de romper relaciones con sus coetáneos y marcharse a vivir a París, donde se asimila mejor su nueva forma de entender la comedia. En El café, Goldoni se sirvió del humor para desnudar la hipocresía y la corrupción de la sociedad en que vivió. Una serie de personajes persiguen sus propios intereses, mientras sus enredos y malentendidos giran en torno al lugar donde todos acuden a tomar el café. Vayamos ahora a Berlín, 1968. Allí, un joven e innovador hombre de teatro está promoviendo una nueva forma de hacer las cosas. Rainer Werner Fassbinder (1945-1982), que no es aún famoso, aunque lo será, como cineasta de vanguardia, escribe piezas que dirige con su propia compañía, el antiteater, un colectivo que entre 1968 y 1971 reunió a una decena de intérpretes, entre ellos Hanna Schygulla, en un sótano donde cabían 50 espectadores. Una de aquellas piezas fue El café, reescritura en clave más política del original de Goldoni. Y un último salto. Año 2013. Tras más de una dificultad, un grupo de actores españoles logra poner en marcha en La Abadía un proyecto con un prestigioso director inglés, Dan Jemmett (en España hemos visto montajes suyos como The Little Match Girl y El burlador de Sevilla). ¿Adivinan el título? El café... de Fassbinder.
En el original, explica Dan Jemmett a LA RAZÓN, Goldoni «es muy afilado, pero aún algo suave. Hay todavía una especie de moralidad en juego, una esperanza de que la ciudad pueda ser salvada gracias al personaje de Ridolfo. El café tiene una parte de interacción humana, en oposición al negocio del juego que simboliza la corrupción. Es básicamente el campo de batalla de la naturaleza humana, convertido en una ciudad. Imagino que para el público del siglo XVIII era en gran parte una comedia de costumbres, y debía resultar bastante escandaloso imaginar que uno pertenecía a esta sociedad. Pero para mí, al leerlo, el peligro no va mucho más allá de eso». Y prosigue el autor con la comparación: «El texto de Fassbinder no tiene ninguna de esas coordenadas morales: tienes la sensación de que el café y el casino se han convertido en uno, que todo el mundo está corrompido. ¡Aunque casi es algo que esperas en Fassbinder! Pero quizá existe aún la posibilidad de que haya amor en alguna parte. Extrañamente, el personaje dotado de más humanidad es el del sirviente, Tráppolo, aunque es aplastado por el tratamiento que recibe del resto. Te transmite una inquietud: ¿existe alguna esperanza de resistencia para esta sociedad que está obsesionada con el sexo, el dinero y las apariencias?».
Moderno y visionario
Paradójicamente, explica el director, «imagino más a Fassbinder en un casino que en un café». Fue un hombre contracorriente en su corta vida, nocturno y vividor, «en ese sentido, el montaje es muy moderno», añade Jemmett. Y, aparentemente, visionario: ¿corrupción, casinos...? ¿Les suena? «Creo que por eso es por lo que los actores querían hacer ahora este montaje», explica el británico, quien conoce más o menos la actualidad de España, aunque no lo suficientemente para meterse en camisas de once varas. «En la pieza de Goldoni, el casino viene a ser el comienzo de un nuevo orden. Es chocante como el lugar que ocupa en la sociedad veneciana. Para Fassbinder va más allá. El casino le debe al Estado grandes cantidades de dinero, pero sabe que por eso es intocable. Debe tanto que es impensable que sea castigado. Hay, en el corazón de la trama, un vacío legal increíble».
Cuenta Jemmett que es interesante que Fassbinder creara El café justo antes de darle la espalda al teatro y cambiarlo por el cine. «El hecho de que lo hiciera en teatro quizás nos diga que es uno de los últimos sitios en los que se puede crear un intento de complicidad humana entre la gente». Sin embargo, él mismo no cree mucho en el poder del teatro. «En mi vida nunca he pensado en el teatro en términos políticos. Pero a lo mejor ha llegado el momento de hacerlo aquí, ahora, en España. Quizá sea verdad y haya un acto de resistencia inherente al mero hecho de hacer teatro».
Estamos, por motivos presupuestarios, ante una producción modesta, en la que el director no ha contado con sus colaboradores habituales y con una puesta en escena austera. «Será muy sencilla, aunque en tanto que iba a ser de cualquier forma una versión deconstruida de Goldoni, eso no me preocupó especialmente. Fassbinder trabajaba muy rápido: se aislaba durante una semana, se drogaba y escribía como le salía... El texto tiene esa cualidad, y me parece que hacerlo así, con estos actores, tiene mucho que ver con el teatro que él quería proponer, políticamente, en aquel momento».
Jemmett ya ha trabajado antes con actores españoles. Lo hizo en El burlador de Sevilla, donde dirigió a Antonio Gil. Aquí se pone al frente de un reparto amplio: Jesús Barranco, Daniel Moreno, Lucía Quintana, José Luis Alcobendas, Lidia Otón, Lino Ferreira, todos vinculados a La Abadía desde hacía años, junto a María Pastor y Miguel Cubero. «Y he dirigido en otros países. Acabo de venir de dirigir un texto de Shakespeare en Polonia. Y te aseguro que no hablo nada de polaco», matiza, queriendo indicar que el idioma no es una barrera. «Es difícil porque hay cierta falta de libertad en la manera en que te aproximas al texto porque no puedes profundizar en ciertos detalles. Pero es más tarde, cuando tienes que seguir escuchando un texto que no entiendes, cuando puedes sentirte derrotado. Me pasó en Polonia. Es cuando por fin entras al teatro. Hasta entonces, en la sala de ensayo, todo parece manejable». Director inglés afincado en París desde hace años, explica: «Probablemente, si mirara atrás, el trabajo que hacía con mi compañía al comienzo fuera muy europeo, en el sentido de que era muy de imágenes en cierto modo. Hacíamos obras de Kafka, de Angela Carter, de Borges... Nos interesaban los mundos teatrales. La tradición dominante en Inglaterra es sencillamente de buenos contadores de historias, básicamente al servicio del autor. Es un taller. La tradición europea del autor casi no existe allí». Y añade: «Si hay algo que el espectador inglés no perdona es una obra pretenciosa».
UN GESTO DEL REPARTO PARA SALVAR EL PROYECTO
Nacido como proyecto en julio de 2012, El café estuvo a punto de no ver la luz. Los recortes en el presupuesto del Teatro de La Abadía hicieron que se cayera en diciembre de la programación. Los actores se negaron a tirar la toalla y acordaron supeditar sus salarios a los resultados de taquilla. «Fue algo que ocurrió en el último momento. Me llamaron para cancelar el proyecto, pero los actores se reunieron y vieron cómo encontrar una salida. Me pidieron que yo también lo hiciera, y les dije que sí», explica Jemmett (abajo). «Si los actores van a ganar menos, yo también».

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