Rayuela con instrumentos


Fuente: Juan Cruz (elpais.com)
Porque Les Luthiers dieron a luz una Rayuela con instrumentos. Del mismo modo que Julio Cortázar, argentino como ellos, puso a nivel literario la lengua que conoció en los cafés de Buenos Aires, estos músicos extraordinarios le dieron instrumentos estrafalarios a lo que escucharon contar o cantar en esas mismas calles donde se concentra la cultura cosmopolita de Argentina. Esa mezcla de surrealismo y gíglico que inventó Cortázar para poner a hablar a Oliveira y a la Maga es un trasunto del lenguaje genial que convierte en selva de imaginación la construcción sintáctica de los mejores humoristas del Cono Sur.
Porque en ambas construcciones narrativas, Rayuela y Les Luthiers, lo que domina es el lenguaje, la capacidad compleja para traducir sueños y melancolías con palabras cuya comprensión depende más del sonido que transmiten que del significado propio. Cortázar se sirve de metáforas disparatadas, o melancólicas, como la situación del pequeño Rocamadour, mientras que Les Luthiers podrían estar allá arriba, en silencio, mirando al público, sin tocar ni una sola de sus estrafalarias cuerdas, sólo mirando, y serían tan eficaces como Charlot callado o como Marcel Marceau gesticulando sin mover un músculo.
Son igualmente milagrosos, en ese sentido, Les Luthiers y Julio Cortázar. En ambos creadores (uno colectivo, el otro individual) hay, por otra parte, un precipitado genial de la cultura argentina, desde Macedonio Fernández y Jorge Luis Borges a expresiones aún más contemporáneas, como el rock de los nuevos músicos o los dibujos y los diálogos creados por Quino para Mafalda. Argentina es un soberbio país de humoristas serios, entre los cuales cabe citar también a Juan Carlos Onetti, que pasó a la historia como un hombre triste (o callado) y que fue, como Borges, el más simpático y coñón de los poetas sudamericanos. A Onetti se le atribuye una frase genial, dicha a una periodista que miraba atentamente hacia su dentadura ya fracasada. Le dijo Onetti, sin mover un músculo para señalar su ironía: “Usted se fija en que sólo tengo un diente; le advierto que tengo una dentadura perfecta, pero se la he prestado a Mario Vargas Llosa”.
Así son, pues, Les Luthiers, serios que ríen, personajes que interpretan a su manera una Rayuela o un Aleph, adoptando para ello los instrumentos que vienen de la cultura más diversa y de la música más compleja; para deshacer la idea de que son tan cultos como verdaderamente son, inventaron maquinarias locas, que hubieran firmado al unísono Duchamp y Calder, de modo que cuando los ves aparecer en el escenario piensas de inmediato que estás a punto de contemplar un esperpento valleinclanesco o una fiesta popular china, cuando en realidad lo que ellos van a hacer es (en cada espectáculo) una renovación reída de la historia de la cultura.
Lo extraordinario de este festival Luthiers al que asistimos asombrados desde hace tantas décadas es que siempre, lo abras por donde lo abras, refleja la misma frescura, como si lo hubieran acabado de perfilar hace un rato. La actualidad con que se han mantenido responde a esa sabiduría cortazariana para adaptar el ritmo de las palabras al tiempo que hacía en la calle. Nunca se han despegado de su raíz, el terreno porteño del que parten; como los personajes de Los premios, su viaje ha conservado siempre una zona sagrada, en la que esconden la seriedad con la que nos hacen reír. Y, como los personajes de Rayuela, viven iluminando la noche, haciéndonos creer que cuando están serios también se ríen. Ellos son la más acabada explicación de la legendaria frase de Lewis Carroll, el creador de Alicia en el país de las maravillas: “Quisiera saber de qué color es la luz de una vela cuando está apagada”. Pues aun apagados o en silencio estos músicos que son Rayuela con instrumentos son capaces de trasladarnos un lenguaje en el que hemos vivido, riendo y pensando, tantos años como ya tiene la habitación literaria de La Maga.

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