Salvaje Shakespeare en el Festival de Avignon


Fuente: Ruben Amón (elmundo.es)
Olivier Py ha desenjaulado a Lear. Ha convertido al rey en un salvaje. Lo ha sepultado entre los huesos y los cráneos de un osario, escarmentando su debilidad y su locura, exponiéndolo a las arenas movedizas que devoran la precaria tarima de madera donde arranca el espectáculo como si fuera el escenario del Globe.
La tierra se traga al rey y se traga a los demás protagonistas de la obra de Shakespeare en el desenlace de una lectura violenta, desangrada, trepidante, más o menos como si la adaptación de la obra del inglés al francés hubiera liberado o exagerado las palabras, redundando en una dramaturgia voraz, intimidatoria y necesariamente polémica.
Polémica porque la crítica de 'Le Monde', por ejemplo, responsabiliza al director francés de haber concebido un espectáculo hermético y gratuito. Hubo espectadores que abuchearon a Py la noche del estreno, como los hubo que abandonaron las localidades del Palacio de los Papas, reprochando el fresco de sangre y esperma con que 'El rey Lear'justifica una extrapolación a la violencia y la ceguera de nuestro tiempo.
Lo escribe Shakespeare en un pasaje visionario del cuarto acto, cuando Edgar conduce de la mano a su padre, Gloucester, en las tinieblas y el exilio: "Es el signo de los tiempos que los locos guíen a los ciegos", poderosa alegoría del mesianismo que Olivier Py, director del Festival de Avignon, subordina al hallazgo conceptual del silencio.
El silencio de Cordelia, hija favorita de Lear que elude emular la coba de sus hermanas cuando el rey se dispone a dividir el reino entre las tres. Olivier Py la amordaza. Le tapa la boca con un esparadrapo. La hace enmudecer y suprime el texto tímido de Shakespeare, exagerando la ira del monarca respecto al laconismo de su Cordelia.
El pasaje demuestra que Py no se limita a traducir el texto. Lo fuerza, lo sobreinterpreta, incluso lo cercena a su antojo para justificar el eslogan en neón que jerarquiza la escena sobre los muros de la residencia pontificia: "Tu silencio es una máquina de guerra".
Adquiere entonces sentido el esfuerzo escénico, brutal y hasta primario con que Olivier Py traslada a los espectadores su concepción del caos y de la destrucción, extrapolando el silencio de Cordelia al mutismo y la pasividad que toleraron los grandes totalitarismos del siglo XX. Y no porque aluda a ellos explícitamente, sino porque 'El rey Lear' alojaría el talento premonitorio de Shakespeare respecto al peligro que implicaba el silencio del lenguaje y de la palabra. Al principio, el Verbo, nos dicen las Escrituras. Y nos lo parece recordar Olivier Py, católico, homosexual, cuando evoca al poeta Yves Bonnefoy en el tránsito de la ontología -Shakespeare en inglés- a la metafísica -Shakespeare en francés-.
No es una mera adaptación. Es una apropiación del texto original para colgarlo en los ganchos del desolladero y exhibir la banalización de la violencia, aunque las intenciones conceptuales de Olivier Py, aclaradas con ahínco pedagógico en el programa de mano, no representan tanto un recurso narrativo como una proyección iconográfica de la brutalidad.
Tanta brutalidad que los actores terminan poseídos al extremar las palabras de Shakespeare. Gritan, se conmueven, se desnudan. Golpean a los espectadores. Y montan al galope la obra de teatro, desdibujando las distancias entre los actos, imprimiendo un perpetuum mobile que Olivier Py dramatiza con la música opresiva de Ligeti y con los brochazos premonitorios de Cy Twonbly en la escena inicial.

Atención y tragaderas

Cordelia la sobrevuela vestida de bailarina, pero su cuerpo de cisne terminará ahogándose en la ciénaga. Que no el agua purificadora del mar ni la catarsis, sino la charca turbia que corrompe a los cadáveres. También el de Lear, un rey timorato y vulnerable que vomita sobre la escena el exorcismo de su hija predilecta.
Tres horas de espectáculo sin pausa ni tiempo para respirar. Olivier Py exige a los espectadores atención y tragaderas. Los implica en la trama como si fueran los súbditos de Lear, expuestos a su proceso degenerativo, ridiculizado por el espejo de un bufón que el director de escena francés traviste de procaz cabaretero.
No ha lugar al destino ni a los poderes cósmicos. De otro modo, la corpulenta dramaturgia de Py hubiera sacrificado el recurso escénico del nihilismo -'Rien', puede leerse en unos tubos de neón- y hubiera evitado que el duque de Cornualles regara al rey con una manguera haciéndole creer que la lluvia lo consolaba.
Es un regate a Shakespeare, pero la versión arbitraria de Py sí respeta el movimiento destructivo con que se embalan las obras teatrales del maestro británico, de tal forma que la primera injusticia de Lear representa el antecedente necesario de todas las demás.
El sueño de la razón produce monstruos, y los esfuerzos argumentales de la trama original -la traición filial, la guerra, el trajín de cartas comprometedoras, el fratricidio- quedan subordinados a las zancadas de una grotesca galería de monstruos que desafinan entre sí para proclamar la muerte de la política y vincular la tragedia del siglo XX al pecado original del silencio. 'El rey Lear', explica Py, "es una profecía de lo que será el mundo moderno y el mundo de la razón, el mundo donde el loco no rechaza su propia locura. El siglo XX ha sido el más abominable de todos los tiempos. Ha sido el siglo de la victoria de la técnica, de la duda del lenguaje y de la banalización del mal".
¿Y el siglo XXI? Tiene sentido hacerse la pregunta porque el propio Olivier Py prolonga en Avignon su concepción oscura y apocalíptica de nuestro tiempo. Esta vez, convirtiendo en materia teatral el primer capítulo de una novela, 'Excelsior', cuyas costuras e interrogantes gravitan sobre la incongruencia de un mundo anestesiado y trivializado que ha renegado de la literatura, de la palabra.
Se titula 'Hacia la alegría' el espectáculo. No en francés, sino en español, precisamente porque la obra responde a una coproducción entre el Teatro de la Abadía y el Festival de Avignon que ya se había estrenado en Madrid y que tenía pendiente asomarse a los espectadores, programadores y críticos del "gran teatro del mundo".
Un salto cualitativo del que se responsabilizó Pedro Casablanc en cuanto actor único y absoluto de un monólogo cuyos extremos escénicos y conceptuales, negro sobre negro, requieren tanta disciplina física como soberanía mental.
"Nunca he realizado un papel tan difícil", nos confesaba el actor español. "Memorizar el texto y realizar un papel tan sumamente físico suponen un tremendo desafío, pero la recompensa de los espectadores ha sido increíble. No sólo por el silencio, por el respeto, por la atención. También por el entusiasmo con que me han acogido".
Hay que desplazarse en coche o en autobús hasta la vecina localidad de Vádene. Y sentarse en un centro cultural de la periferia que bien podría haber construido el arquitecto al que Olivier Py convierte en protagonista de una epifanía anticonsumista. 
Se acuerda uno del mesianismo de Calatrava, aunque el dramaturgo francés no se detiene tanto en un sujeto como en un arquetipo. Y lo somete a un proceso de conversión nocturno, incluso alevoso, que conlleva abjurar del escaparate capitalista.
Igual que una purga, Pedro Casablanc transcurre la obra corriendo sobre una cinta mecánica. Que simula una carretera sin retorno. Y que jalona el desengaño de un mundo amanerado, frívolo, donde los ricos -y no sólo ellos- creen haber vencido la muerte, aunque sea viviendo sin intensidad ni peligros. Aunque sea no viviendo.
Un texto poderoso y también panfletario. Un manifiesto contra la sociedad de consumo. Un camino de expiación que Casablanc recorre de noche hasta purificarse en un vertedero. O no tanto él como el protagonista de su obra, pues Casablanc, aclamado todas las noches, entiende que existen otros caminos menos traumáticos para bajarse del tren de las promesas comerciales: "Mi solución es recogerme en mi huerta de Alicante y contemplar la vida".

LA FRÍA LLAMA DE SREBRENICA

Blanco sobre negro, la 'performance' se llama 'Hope'. Una lápida de colores invertidos. Una reflexión sobre la matanza de Srebrenica que elude el sensacionalismo y hasta los cadáveres, de tanto que se ha banalizado el genocidio. Por eso Haris Pasovic, autor del proyecto aviñonés, ha escogido un mediometraje que recorre los escenarios de la masacre tal como los ha encubierto la naturaleza. Parecería un bucólico documental de La 2 si no fuera porque los bosques y otros parajes naturales esconden las cifras y los cuerpos de un crimen descomunal. Allí donde la naturaleza se ha abierto camino, la memoria permanece sepultada. Y Pasovic opone a cada paisaje los muertos que hubieron de desenterrarse. No todos. Porque un millar aún permanecen enterrados. Hope quiere decir esperanza. En sentido sarcástico. Y no sólo sarcástico, pues las viudas de Srebrenica y los huérfanos conservan una esperanza irracional y otra racional. La irracional fantasea con el regreso de los hombres y adolescentes que se fueron. La racional confía en que los forenses finalicen su trabajo 20 años después de haberse cometido el último gran genocidio de la historia de Europa. Lo recuerda la anciana actriz bosnia que recibe a los espectadores en el vestíbulo de la sala, sujetando en su regazo algunas imágenes de los desaparecidos. Y lo recuerda también el panel donde aparecen los mártires, como si fuera un reflujo de Auschwitz.

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